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El dolor humano y su metamorfosis en sentimiento selectivo

El dolor humano y su metamorfosis en sentimiento selectivo

El dolor humano es una experiencia universal que atraviesa la vida de todas las personas, manifestándose tanto en el cuerpo como en la mente. No se limita a una reacción física ante una lesión o enfermedad, sino que también abarca el sufrimiento emocional que provocan las pérdidas, los conflictos y las frustraciones propias de la existencia.

Aunque es profundamente individual, el dolor está influido por el entorno social y cultural, que determina en gran medida cómo se percibe, se expresa y se acompaña. Puede ser compartido y validado por la comunidad, o quedar silenciado e invisibilizado según las normas y expectativas colectivas.

En su dimensión más profunda, el dolor humano es un recordatorio inevitable de nuestra fragilidad y de la finitud de la vida. Puede ser destructor, pero también transformador: a través de él, las personas pueden encontrar nuevos significados, desarrollar empatía y construir vínculos más auténticos.

No obstante, esa posibilidad de crecimiento no anula el hecho de que el dolor es, ante todo, una experiencia que desnuda nuestras defensas y nos confronta con lo más esencial de la existencia. Enfrentarlo con honestidad y acompañarlo con solidaridad es quizá la manera más humana de atravesarlo.

Un dolor que se reparte con reglas invisibles

Desde niños aprendemos, sin que nadie nos lo explique, que hay sufrimientos que se pueden mostrar y otros que conviene callar. Que hay lágrimas que generan cuidado y otras que provocan incomodidad o rechazo.

A fuerza de ensayo y error, la mente aprende a seleccionar qué dolores exponer y cuáles enterrar en silencio. No siempre por su intensidad, sino porque intuimos que no tendrán eco. Y así, el dolor termina adaptándose a un guion invisible: se deja ver cuando anticipa empatía y se esconde cuando espera indiferencia o juicio.

El dolor humano es una experiencia inevitable y universal, pero su vivencia y su expresión no son iguales para todos. Más allá de la reacción biológica o emocional inmediata, el dolor se inscribe en una red de significados sociales, culturales y personales que determinan qué se siente, cómo se expresa y hasta qué punto se reconoce.

En este sentido, el dolor no siempre se vive como una corriente libre y espontánea; muchas veces se transforma en un sentimiento selectivo, filtrado por las expectativas y los códigos del entorno. En la vida psico-social, esta selección no siempre es consciente. Desde la infancia, aprendemos que hay sufrimientos que pueden mostrarse y otros que deben callarse, que hay lágrimas que generan cuidado y otras que provocan incomodidad o rechazo.

La mente, como mecanismo de autoprotección, aprende a priorizar ciertos dolores y a relegar otros al silencio, no necesariamente porque sean menos intensos, sino porque percibimos que no encontrarán eco o comprensión en el otro. Así, el dolor comienza a adaptarse a un guion social: se vuelve más visible cuando anticipa empatía, se oculta cuando espera indiferencia o juicio.

La sociedad también cumple un papel determinante. El sistema cultural y mediático decide, muchas veces sin declararlo, cuáles sufrimientos merecen atención y cuáles quedan fuera del foco. Una tragedia puede conmover a miles si está cerca geográficamente o si involucra a personas con las que existe un vínculo identitario; mientras tanto, otros dolores, igualmente profundos, permanecen invisibles, desplazados por la distancia, por prejuicios o por el simple hecho de no encajar en la narrativa colectiva.

Este patrón no solo moldea la respuesta pública, sino que influye en cómo las propias víctimas valoran o minimizan su experiencia. La consecuencia de este proceso es que la empatía se reparte de manera desigual. Incluso en lo íntimo, seleccionamos hacia quiénes dirigir nuestra compasión, y esto no siempre responde a la magnitud objetiva del sufrimiento, sino a la cercanía afectiva, a la identificación o a las normas que hemos interiorizado sobre quién “merece” cuidado.

El dolor humano, al pasar por estos filtros, deja de ser un impulso natural y se convierte en una experiencia moldeada por relaciones de poder, por vínculos de pertenencia y por prejuicios arraigados. Comprender que el dolor puede convertirse en un sentimiento selectivo no implica negar su autenticidad, sino reconocer que su vivencia está atravesada por estructuras invisibles que deciden, en gran medida, qué se siente plenamente y qué queda relegado a un rincón silencioso de la conciencia.

Pensar en ello es un ejercicio de autocrítica y de apertura: invita a revisar nuestras propias fronteras de empatía y a preguntarnos cuántas veces hemos dejado de sentir, no por falta de sensibilidad, sino por el peso de una educación emocional que nos enseñó a elegir, sin quererlo, qué dolores son dignos de nuestra atención. Tal vez, al reconocer ese patrón, podamos avanzar hacia una forma de humanidad más íntegra, donde el dolor deje de ser un privilegio de pocos y vuelva a ser un puente sincero entre todos.

Algunos ejemplos globales

A escala mundial, el patrón se repite con igual claridad. La empatía masiva hacia los refugiados ucranianos en Europa y América contrasta con la indiferencia o el rechazo que enfrentan quienes huyen de conflictos en Siria, Sudán o Afganistán.

En la cobertura de catástrofes, un terremoto en Italia puede acaparar titulares internacionales durante semanas, mientras que uno en Haití o Nepal se desvanece de la agenda mediática en pocos días, pese a causar un daño humano igual o mayor.

En contextos de conflicto armado, el dolor de las víctimas suele filtrarse por la lógica de la pertenencia: quienes apoyan a un bando minimizan el sufrimiento del otro, como ocurre en la guerra entre Israel y Palestina o en la invasión rusa a Ucrania.

Incluso tragedias semejantes reciben respuestas opuestas según el grupo afectado, como en India, donde un feminicidio generó indignación nacional mientras otro, con circunstancias casi idénticas, fue ignorado debido al origen religioso de la víctima.

Estos contrastes muestran que, más que por la magnitud del daño, la compasión global se activa o se apaga según la cercanía cultural, política o emocional con quienes sufren.

Colombia ofrece ejemplos recientes que revelan esta selectividad:

Transfeminicidios que duelen en silencio, como el asesinato de Sara Millerey en abril de 2025 en Bello (Antioquia), o el de Nawar Jiménez en El Carmen de Bolívar. Casos que estremecen a ciertos sectores, pero que rara vez ocupan titulares por más de unos días.

Asesinatos políticos recientes que copan el debate, como el de Miguel Uribe Turbay, senador y precandidato presidencial, ocurrido en agosto de 2025. La cobertura fue masiva y las reacciones inmediatas, en claro contraste con la casi invisibilidad de líderes sociales rurales asesinados la misma semana.

Feminicidios con eco desigual, como el de María José Estupiñán, joven universitaria cuyo caso fue ampliamente difundido en mayo de 2025, mientras decenas de asesinatos de mujeres en zonas periféricas apenas son mencionados.

Estos ejemplos muestran que el dolor humano no siempre despierta la misma compasión. Nuestra capacidad de empatizar está mediada por conexiones sociales, culturales, ideológicas y mediáticas. Reconocer esta selectividad es un paso clave para cultivar una empatía más justa e inclusiva, que no discrimine ni reduzca el valor del sufrimiento en función de quién lo vive.

No se trata de competir por la atención pública, sino de entender que, como sociedad, otorgamos más legitimidad a ciertos dolores que a otros. La magnitud de la tragedia pesa menos que la cercanía emocional, la visibilidad mediática o los prejuicios arraigados.

Conclusión

La consecuencia de este proceso es que la empatía se reparte de manera desigual. Incluso en lo íntimo, seleccionamos hacia quiénes dirigir nuestra compasión, y esto no siempre responde a la magnitud del sufrimiento, sino a la cercanía afectiva, a la identificación o a las normas que hemos interiorizado sobre quién “merece” cuidado.

El dolor humano, al pasar por estos filtros, deja de ser un impulso natural y se convierte en una experiencia moldeada por relaciones de poder, por vínculos de pertenencia y por prejuicios arraigados. Comprender que el dolor puede convertirse en un sentimiento selectivo no implica negar su autenticidad, sino reconocer que su vivencia está atravesada por estructuras invisibles que deciden, en gran medida, qué se siente plenamente y qué queda relegado a un rincón silencioso de la conciencia.

Pensar en ello es un ejercicio de autocrítica y de apertura: invita a revisar nuestras propias fronteras de empatía y a preguntarnos cuántas veces hemos dejado de sentir, no por falta de sensibilidad, sino por el peso de una educación emocional que nos enseñó a elegir, sin quererlo, qué dolores son dignos de nuestra atención. Tal vez, al reconocer ese patrón, podamos avanzar hacia una forma de humanidad más íntegra, donde el dolor deje de ser un privilegio de pocos y vuelva a ser un puente sincero entre todos.

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