En tiempos de crisis política y emocional, parece que todo puede ser dicho, todo puede ser opinado, todo puede ser “válido”. Basta con que alguien agregue la frase “yo opino” o “es mi percepción” para blindarse ante cualquier intento de corrección, análisis o diálogo. ¿Pero realmente todo es opinable? ¿Tiene el prejuicio el mismo valor que el pensamiento crítico? ¿Tiene la calumnia la misma legitimidad que la verdad?
Estas consideraciones, que expongo a continuación, no nacen del capricho ni de un enojo superficial. Nacen de una experiencia real, una conversación que se tornó reveladora y de una profunda inquietud filosófica: ¿cuánto hemos perdido como sociedad al renunciar a la sabiduría y abrazar la comodidad de la opinión?
Entre la sabiduría y la conveniencia
La filosofía, (del griego philo-sophía, “amor por la sabiduría”), nos enseña que no basta con saber algo: hay que saberlo bien, con argumentos, con ética, con profundidad. No todo lo que se dice merece el mismo valor, ni toda postura merece respeto solo por haber sido dicha. Cuando alguien afirma: “cada quien tiene derecho a asumir la postura que le parezca conveniente”, parece defender un principio democrático. Pero ese principio se vuelve peligroso cuando no se cuestiona.
También hay quienes adoptaron como “postura conveniente” el nazismo, el apartheid, el patriarcado, la esclavitud, el negacionismo climático… o el señalamiento fácil que justifica genocidios. La historia está llena de horrores que comenzaron como opiniones “convenientes” para alguien. Una postura no es legítima solo porque alguien decida asumirla. Nadie tiene derecho a calumniar, tergiversar, estigmatizar o justificar actos atroces bajo el escudo de la “libre opinión”.
Las posturas que confirman prejuicios, promueven desinformación o legitiman violencias no son solo erradas: son peligrosas. No todo es opinable, y mucho menos cuando esas opiniones sirven para señalar como terrorista a quien no lo es, o para justificar genocidios, como tristemente ocurre en el mundo hoy.
El respeto mal entendido
Debemos dejar de repetir que “todas las opiniones merecen respeto”. No es cierto. Las personas merecen respeto, las opiniones, en cambio, deben ser contrastadas, debatidas y, si hace falta, refutadas. Una opinión que niega derechos, tergiversa realidades o justifica la injusticia no es respetable: es peligrosa. Respetar una opinión solo por ser opinión es como respetar un veneno solo porque fue servido en una copa bonita.
La desinformación como arma
Una de las formas más sofisticadas de violencia simbólica hoy es la desinformación: Un video editado fuera de contexto, una frase aislada que confirma lo que ya pensamos, una cadena de WhatsApp con afirmaciones sin fuentes… todo eso se esparce con ligereza y se consume como verdad ¿Por qué? Porque confirma lo que ya queremos creer. Ese fenómeno tiene nombre: sesgo de confirmación, siendo uno de los principales enemigos del pensamiento crítico: nos impide escuchar, nos impide leer, nos impide pensar.
La obstinación como refugio
Hay quienes, atrapados en sus prejuicios, afirman con orgullo que «mantendrán su postura pase lo que pase». Lo dicen como si fuera una virtud, como si sostener una idea a pesar de la evidencia fuera señal de coherencia. Pero no lo es. Persistir en una postura cuando la realidad la desmiente no es firmeza, es negación. Cuando alguien se aferra a una visión del mundo incluso frente a los hechos, no está siendo leal a sus principios, está siendo esclavo de su sesgo.
Decir “lo que pienso, lo sostengo” puede sonar valiente, pero sin capacidad de revisión crítica, se convierte en una forma de fanatismo. La sabiduría no está en aferrarse, sino en saber corregirse a tiempo.
El insulto disfrazado de preocupación
Hay quienes envían mensajes supuestamente preocupados, preguntándose por la “lucidez” del otro, como si fuera un llamado al diálogo. Pero lo que realmente hacen es insinuar, con tono disfrazado, que el otro es ingenuo, ciego o estúpido. Eso no es preocupación: es manipulación retórica. Y el que piensa, el que se ha informado con rigor, lo nota al instante.
Por eso hay que informarse, contrastar, leer, pensar y dejar de repetir discursos diseñados para alimentar sesgos. Eso sí es tener lucidez.
Sabiduría no es arrogancia
Reconocer esto no es arrogancia. Es defender la dignidad del pensamiento. Es tener el valor de decir: “No me subestimes. No pretendo tener la verdad absoluta, pero sí asumo con seriedad el deber de informarme, escuchar discursos completos, contrastar contextos y pensar por mí mismo.” No todos lo hacen, y está bien. Pero lo que no está bien es reducir la postura del otro a un error, una moda o un fanatismo solo porque no encaja con el molde mental propio.
Lucidez en tiempos oscuros
La verdadera lucidez no es repetir lo que otros dicen: es atreverse a pensar diferente, incluso cuando eso incomoda. La verdadera democracia no es permitir cualquier postura sin filtros: es permitir la diversidad de ideas con responsabilidad, información y respeto por la dignidad humana. La verdadera sabiduría no consiste en ganar una discusión, sino en hacerse buenas preguntas.
Esta, no es una respuesta personal, aunque tenga un origen personal. Es una defensa de algo más grande: el derecho y el deber de pensar con claridad en tiempos donde reina el ruido. Si vamos a hablar de democracia, hablemos también de ética. Si vamos a hablar de respeto, hablemos también de verdad y si vamos a hablar de opinión, hablemos también de sabiduría.
