Las llamadas “ocho leyes de Abraham Lincoln” representan un conjunto de principios morales y de conducta que, aunque no tienen un carácter normativo en sentido estricto, constituyen un marco ético que dialoga con categorías propias del derecho y la filosofía política. Lincoln las formuló en un contexto histórico particular, la América del siglo XIX, marcada por tensiones sociales, económicas y raciales, pero su contenido trasciende las fronteras temporales y geográficas.
Contrastarlas con la realidad actual supone examinar cómo estos valores interactúan con la normatividad contemporánea, con los retos de las democracias modernas y con las exigencias éticas que se reclaman de quienes ejercen la función pública y la vida ciudadana. En este sentido, el análisis permite identificar no solo su vigencia, sino también las brechas que existen entre el ideal proclamado y la práctica social y política de hoy.
Estas leyes de Lincoln son un legado de sabiduría práctica que refleja el carácter de un hombre que hizo de la honestidad, la perseverancia y la disciplina personal pilares de su vida. Aunque nacieron en un tiempo y en unas circunstancias muy distintas a las nuestras, su espíritu permanece vigente. En una sociedad que enfrenta desafíos de confianza, polarización y aceleración tecnológica, estas leyes invitan a volver a lo esencial: cultivar la integridad, valorar el esfuerzo y orientar nuestras acciones hacia el bien común.
Contrastar su mensaje con la realidad de hoy no es solo un ejercicio histórico, sino una oportunidad para preguntarnos qué lugar ocupan esos principios en nuestra vida cotidiana, en nuestras instituciones y en la forma en que construimos comunidad. Estas leyes, cuya autoría auténtica es motivo de debate, muestran una perspectiva liberal del siglo XIX que no beneficiaba mucho a la ciudadanía. Si se aplican de manera literal hoy, desestiman las desigualdades estructurales y pueden ser utilizadas para detener reformas sociales imprescindibles.
En el contexto de Colombia, parecen injustas y atrasadas, ya que exigen esfuerzo individual sin tener en cuenta que muchos comienzan con condiciones extremadamente desiguales.
1) “No se llega a la prosperidad despreciando la economía.”
La economía no es solo cifras de PIB, bolsa y balanza comercial: también es distribución, inclusión y bienestar social. Colombia creció a tasas cercanas al 7% en 2021 y 2022, pero millones seguían en la pobreza porque la riqueza estaba concentrada. Es decir, “respetar la economía” no basta; hay que repensarla para que la prosperidad llegue a más. Ignorar el componente social también es despreciar la economía en un sentido más profundo.
Ejemplo: En departamentos como La Guajira, la explotación minera aporta al PIB, pero no mejora la calidad de vida de las comunidades wayuu.
2) “No se ayuda al obrero hostigando y degradando a quien le paga su salario.”
Cuestionar o regular a un empleador abusivo no es “degradarlo”, es equilibrar la relación de poder. En Colombia, muchos trabajadores informales o en contratos de prestación de servicios no reciben prestaciones ni seguridad social. Fiscalizar y sancionar a empresas que incumplen no destruye empleo; lo dignifica.
Ejemplo: El caso de las trabajadoras de la floricultura en Cundinamarca, que ganaban menos del mínimo por destajo, muestra que la inspección laboral protege al obrero, aunque el empleador se queje de “hostigamiento”.
3) “No se fortalece al débil debilitando al fuerte.”
A veces el “fuerte” lo es precisamente porque concentra privilegios injustos. Regular los monopolios o cobrar impuestos progresivos no es debilitarlos gratuitamente, sino evitar que su poder limite la competencia y perpetúe desigualdades.
Ejemplo: El desmonte del monopolio de Avianca en ciertas rutas permitió la entrada de aerolíneas de bajo costo, beneficiando a consumidores y pequeños empresarios turísticos.

4) “No se puede ayudar al pobre destruyendo al rico.”
No se trata de “destruir” sino de redistribuir con justicia. En Colombia, el 1% más rico concentra el 40% de la riqueza. La reforma tributaria que grava más a los que más ganan no los destruye; los hace contribuir proporcionalmente al sistema que también los favorece.
Ejemplo: Un banquero no se empobrece por pagar más impuestos, pero sí ayuda a financiar programas como Jóvenes en Acción o subsidios para vivienda rural.
5) “No se promueve la hermandad de los hombres incitando al odio de clases.”
Se confunde crítica con odio. Denunciar injusticias estructurales no es incitar odio, sino visibilizar problemas para solucionarlos. El silencio para “no generar división” solo beneficia al status quo.
Ejemplo: Las marchas del Paro Nacional 2021 no fueron odio de clases; fueron una reacción contra reformas percibidas como injustas y contra la represión estatal a cargo del ESNAD y por orden de Duque.
6) “No se puede establecer una seguridad bien fundada con el dinero prestado.”
La deuda, bien usada, es una herramienta legítima de desarrollo. Colombia ha financiado infraestructura y programas sociales con crédito externo e interno, generando retornos mayores que la tasa de interés. El problema no es endeudarse, sino malgastar lo prestado.
Ejemplo: El Metro de Medellín fue financiado en parte con deuda, pero hoy es un activo público que mejora movilidad y economía local.
7) “No le das valor y carácter a la persona quitándole su iniciativa.”
No toda ayuda quita iniciativa. Programas de transferencias condicionadas como Familias en Acción no vuelven a la gente “dependiente”, sino que alivian la pobreza extrema mientras se capacitan y educan las nuevas generaciones.
Ejemplo: En zonas rurales de Nariño, estos subsidios han permitido que familias mantengan a sus hijos en el colegio en vez de enviarlos a trabajar.
8) “No ayudas haciendo tú lo que la persona puede hacer.”
En contextos de desigualdad estructural, muchas personas “pueden” pero no tienen acceso a recursos básicos. El Estado debe garantizar un piso mínimo para que puedan hacerlo por sí mismos.
Ejemplo: Entregar semillas, asistencia técnica y riego a campesinos desplazados no es reemplazar su trabajo; es darles las herramientas para que produzcan y sean autosuficientes.
El choque con la realidad actual
Este examen de las “ocho leyes de Abraham Lincoln” revela que, aunque sus postulados conservan una vigencia ética innegable, su aplicación en la realidad contemporánea enfrenta serios obstáculos. La exaltación del esfuerzo, la honestidad y la disciplina contrasta con una sociedad marcada por la inmediatez, la corrupción en distintos niveles de lo público y lo privado, y la pérdida de confianza en la palabra y en las instituciones.
El contraste evidencia que la distancia entre el ideal moral y la práctica cotidiana no es menor, y que muchos de los desafíos actuales no radican en la falta de principios, sino en la incapacidad estructural y cultural de hacerlos efectivos.
En este sentido, las leyes de Lincoln más que unos referentes acabados deben entenderse como un espejo que desnuda nuestras falencias colectivas. Su vigencia depende no de repetirlas como máximas, sino de generar condiciones reales, políticas, educativas y culturales, que permitan trasladar esos valores a la práctica social. La crítica, entonces, no es a los principios en sí, sino a la brecha persistente entre el discurso ético y la realidad de nuestras democracias y comunidades.